A Rosario y a Chano les gusta la playa. No tienen muchas ocasiones de disfrutarla, pero cuando lo hacen ponen todo su empeño para que nada se lo estropee. Ella se levantó temprano hoy. Mientras cuajaba la tortilla a fuego lento limpió la nevera escrupulosamente con un chorrito de lejía y la llenó de botellines de Cruzcampo muy fríos, un melón y poca cosa más. A Chano le fastidia el trasiego de gente en las zonas más populares de la Barrosa, así que siempre que puede se coloca frente a los lujosos hoteles de Novo Sancti Petri. Conoce un pasadizo casi secreto por dónde acceder a la playa entre palmeras y césped. Rosario y Chano apenas se cruzan con algún que otro turista con meybas de color rosa o azul celeste y señoras con lentejuelas colgándole del sombrero. Llegan a un sitio tranquilo junto a unas dunas, su sitio, el sitio al que accedieron en Mobylette mil y una veces y en el que pelaron la pava antes de que los hoteles que ahora les rodean estuvieran siquiera dibujados en un plano. Se hablan poco sin estar enfadados, no necesitan muchas palabras. Chano coloca en el suelo la nevera y luego la sombrilla dándole sombra. Se quita el único botón de la camisa a la altura de su ombligo, mira a su alrededor enseñando el colmillo de oro y se da dos palmadas en la oronda barriga, como diciendo “ya está aquí Chano”. A rosario le hace falta poco para disfrutar en la playa: un Diez Minutos o el Pronto, una cervecita de vez en cuando, su sillita y, con la puesta de sol en ciernes, su paquete de pipas.
Hoy acompaña el tiempo, hace calor y el levante se ha calmado un poco a pesar de que está subiendo la marea. Hay muy poca gente a su alrededor. Una chica joven y delgada llega con una hamaca plegable. Deja su bolsa de playa sobre la arena y se sienta entre ellos y la orilla. Chano sonríe para sí, Rosario no tanto, sabe que él no es muy descarado, pero ya conoce demasiado bien sus gustos. La chica se desnuda y, como Rosario había previsto, deja lucir un cuerpo bello, moreno, sano… joven. Chano comienza a lamentarse de la cercanía de la chica, está seguro de que tendrá que disimular durante horas, mantener el tipo, desviar la mirada por no extasiarse con tanta turgencia y tan estrecho tanga. Es educado, no pecará de descarado, pero el no haber visto a una mujer desnuda, incluso en el cine, hasta que no cumplió los veintidós años de edad le pasa aún factura erótico-emocional. La chica se tumba sobre la hamaca cerrando los ojos. El sol parece despechado y arrima carbón a su caldera.
Un hombre joven con bañador naranja y un pequeño cocodrilo en la pernera se les acerca con determinación. Lleva una toalla del hotel Iberostar en el hombro y tabaco y móvil en la mano derecha. Mira de reojo a la nevera azul de Rosario y Chano, la única en aquella zona. Es lógica su extrañeza; bufé libre y chiringuitos de hotel no casan mucho con aquella imagen tan campechana. Se tumba sobre la toalla a escasos cinco metros a pesar del espacio vacío a su alrededor. No se protege del sol, ya está más que bronceado pero parece mantener un pulso con el lorenzo. Pocos minutos después se le acerca una mujer y se tumba a su lado. Cuchichean, miran a Rosario y a Chano. Estos se dan cuenta pero no hacen caso, ni siquiera hablan entre ellos del descaro de la pareja. Rosario se enfrasca de nuevo en su Diez Minutos. Chano se da cuenta de que están hablando con cierta sorna de su nevera. Les mira, luego la abre y saca de ella un botellín helado y sudando gotitas de condensación. Quita la chapa de la botella con el filo de su silla, sin mirarla, como quien abre un cacahuete, y bebe con cara de satisfacción sin quitar los ojos de la pareja. Los rostros antes burlones cambian de expresión y se vuelven ridículos.
La marea sigue subiendo. No se sabe si es el tiempo el que pasa rápidamente o es el oleaje quien aligera el paso. La última andanada de olas llega a dos metros escasos del bolso de la chica solitaria dormida. Chano sabe que si no la avisa a tiempo se le mojará. Espera que se dé cuenta ella misma, no le apetece trastabillarse hablando a una chica guapa mientras ella le observa fíjamente a través de sus pezones. Aún tiene tiempo, seguirá atento mientras se tumba sobre la arena. Su bañador ancho con rayas marrones ya no tiene braguero, sucumbió a los lavados y tantos años de sal y sudor. Al tumbarse, desde la posición de la pareja, se le puede apreciar sin esfuerzo el conjunto peludo y oscuro de sus atributos masculinos. La visión no pasa desapercibida y los tortolitos comienzan de nuevo su cuchicheo mofante. Chano y Rosario se dan cuenta de nuevo. No dicen nada.
Él se levanta y se sienta de nuevo en la silla. Una ola se acerca hasta medio metro de la bolsa de la chica solitaria. Chano sabe que en tres olas más se mojará. Una, dos… salta raudo y la levanta al tiempo que la ola sobrepasa por debajo la hamaca de la bella durmiente. Ella despierta con un susto y se dirije a Chano como quien le agradece a un bombero haberle sacado de un fuego asesino. La pareja ha observado la escena y continúa con su complicidad cuchicheante.
La tarde camina lenta como la marea. Parece que las olas calman su ímpetu conquistador y dejan de avanzar, pero es más por la inclinación de esa parte de la arena que por otra cosa. Chano conoce bien las treguas maliciosas de la marea y comienza a edificar un muro de arena con sus pies alrededor de la sombrilla. Por parte de la pareja, aún más sorna. Suena el móvil del joven cuchicheante. Una retahíla de nombres extraños y en voz muy alta consigue vencer al murmullo de las olas.
- Sí, en el IBEX, pero no compres… déjales que ofrezcan antes… No, eso lo dijo el Economist, pero no está contrastado… sí, a cinco ochenta la acción… es que estoy en la playa… por supuesto, luego te llamo…
Cuando termina de hablar mira sonriente a Chano y a Rosario y deja su iPhone 4 sobre la toalla. No es una sonrisa cordial. Chano lo sabe, pero repite cervecita fría sin cambiar de gesto.
Pasan los minutos. Avanza la tarde y la pareja mirona y cuchicheante se queda dormida sobre sus toallas. Las olas comienzan a rozar la muralla de Chano y este se esmera en rehacerla. La siguiente ola se acerca a dos cuartas de la pareja joven. Chano mira de reojo. Les quedan tres olas… piensa. Se vuelve de nuevo hacia su muro de arena con las manos en la espalda y cuenta… una, dos, tres… Cuando se vuelve hacia la pareja lo hace con expresión tranquila, con los párpados a mitad de las pupilas, como quien ve volar a una gaviota tranquilamente. La ola arrasa a las toallas y a los cuchicheantes y casi puede oírse el chirriar del agua helada sobre sus ardientes cuerpos. Saltan asustados, les ha despertado la fría sorpresa. El hombre busca su iPhone 4 de pantalla grande, grita, la ola se lo ha llevado unos metros… corre… lo levanta chorreando… le quita la batería… sus nerviosas manos no atinan y el agua salada, mortífero elemento para todo lo electrónico, entra hasta las entrañas del iPhone 4. De repente se tranquiliza. Ya está perdido. Lentamente levanta la cabeza hasta la sombrilla a escasos metros de él. Chano ya no le mira, tan sólo abre su nevera, saca dos botellines helados y los abre con el filo de su silla, como quien abre dos cacahuetes, y le da uno de ellos a Rosario. Ella lo coge sin mirarle, no quita ojo de su Diez Minutos pero a pesar de ello atina a chocar su botellín contra el de Chano. Chinchín.