A Ocelín le regaló su padre
una barquita hinchable. Se la trajo de Guinea junto con dos conceptos más: en
Guinea había negros que vivían en chozas y cangrejos enormes que vivían en los
árboles. Lo de las chozas y los cangrejos no le pareció tan importante como su utópica
idea de que todos los negritos de Guinea navegarían en barquita hinchable.
Pero la suya, su barquita, duró
menos que una lasquita de jamón en el mostrador de Vicente el bizco.
La familia al completo llegó a la
playa de la casería y mientras su madre desplegaba su parafernalia de talegas,
lona en el suelo y demás aparataje playero, el hermano mayor de Ocelín
hinchó la barquita, la colocó sobre dos dedos de agua de la orilla y se sentó
encima dejándose caer. Las puntiagudas piedrecitas hicieron el resto. A
Ocelín le encantaba observar las hileras de burbujitas de La Casera blanca, pero en esa ocasión no
le divirtió tanto verlas fluyendo de su barquita nueva.
Aquel nefasto suceso le creó y
alimentó otra pasión: adoró y siguió la vida y obra de otra hermosa barquita,
ésta de verdad, la barca del Lele. Ocelín conoció sus tres vidas –así
interpretaba él los repentinos cambios de color y de dueño de aquella barca-.
La primera vez que la vio era
blanca y roja, poco después fue pintada de verde. El Lele terminó por cubrirla
de blanco y azul a base de hipnóticos movimientos de muñeca. A la pulsera de
oro del Lele, holgona y protagonista, se le antojó hacer de péndulo
hipnotizante colgada de aquella mano renegría mientras pintaba, y Ocelín
quedó hipnotizado.
Había seguido todo el proceso
previo como quien asiste a un espectáculo de magia. Ayudó –o eso creyó él,
canijo y con dos cuartas y media de estatura- a sacar la barca del agua y volcarla sobre
cuatro cajones de madera junto con otros seis o siete pescadores. Respiró los
humos de la pintura vieja al quemarse bajo el soplete, conoció los secretos del
calafateado, aprendió a trenzar torundas de cáñamo para que el Lele las fuera
metiendo entre las tablas a base de mazo y cincel... y entendió por fin el origen
de aquel aroma que flotaba sobre el poblado de lata cuando el Lele terminó de
calafatear con brea caliente.
Hay quien dice que todos tenemos
una banda sonora de nuestra infancia, Ocelín tenía una banda aromática. Sus
días veraniegos tenían guión de aromas: a café con migote nada más levantarse,
a jabón lagarto en el lavadero de la cocina, al Varón Dandy de su padre
mientras se peinaba a lo marcelino ante el espejo, a sardinas arenques y
aceitunas cuando pasaba junto a la tienda de Vicente el bizco, al dulzor de
higueras silvestres y tunas de camino a la casería, al agua fresca y limo verde
junto a la alberca de la huerta del Momo, a mojones resecos entre tomatitos del
diablo y ricinos en el descampado, a hojas de eucalipto crujientes bajo sus
pies, a sapina secándose al sol al llegar a la playa, y a brea y pescado podrido
en todo el poblado.
Otros días solía juntarse con el
Congui y el Mori para aquellas excursiones, aunque algunas veces, sin
preguntarle su opinión, se les sumaba su hermana Afri –Cafri para los amigos- .
Ocelín aprendió a ignorar las escapadas de su hermana con el Congui y el
Mori a los huecos escondidos entre juncos junto a la fábrica de San Carlos, a
él lo que le gustaba era bañarse. Afri nadaba muy bien y competía con el Congui
y el Mori de barca en barca. Ocelín aprendió así, todo sea por no quedarse
atrás.
Al Lele le fastidiaba que su
barca sirviera de trampolín a aquellos cafres y la fondeaba casi en el caño, la
más lejana a la orilla. Los montañeros
dicen que escalan montañas porque están ahí. Los cuatro cafres pensarían lo
mismo: tenían que saltar desde la barca del Lele porque estaba allí, la más
lejana. La primera en llegar fue Afri, luego llegaron el Congui y el Mori casi
al mismo tiempo, en un esprint de espuma. Ocelín, el último como siempre,
se esforzaba por llegar pero no llegaba. Tanto juego y tanto salto le habían
cansado más de la cuenta. Afri le animaba: “¡Venga canijo, nada, nada…!”. Pero
Ocelín comenzó a dudar. El azul y blanco de la barca se le empezó a
enturbiar mientras conseguía dar la mitad de brazadas que intentaba. El Congui
y el Mori comenzaron a gritarle también, pero Ocelín no daba más de sí. Ya
no avanzaba. Sus brazadas se convirtieron en manotazos torpes y cansados… cada
vez más lentos… cada vez más en el agua y menos en el aire… y no pudo más… aún daba brazadas a cámara lenta cuando su
pecho tocó el fango del fondo.
Bueno se puso el Lele cuando
llegó esa tarde a su barca. Sólo sabía que la había dejado impecable y que se
la encontró con fango hasta en el cabo del rezón. Nunca supo de las lágrimas
del Congui, ni de los gritos del Mori, ni de las maniobras de Afri para sacar
el agua de los pulmones de su hermano, ni del despertar a base de tos y llanto
salado de un Ocelín que ya nunca más fue el mismo niño de antes.
Ocelín recuerda a veces, ya anciano, que cierto día estuvo a punto de ahogarse. A Afri no le gusta hablar de aquella
historia, ni siquiera con él, sobre todo porque ella cree en los monstruos del
fango. Y quién sabe… ¿Quién dice que no fue un monstruo de fango quien suplantó
a Ocelín en aquel fondo cálido y oscuro para salir de su mundo? Ocelín se ríe de las pamplinas de su hermana, pero cada día busca cualquier motivo para llorar, para que las lágrimas en sus labios le envuelvan en una especia de nostalgia oscura y salada... como si marisqueara reptando por el fango entre lo más profundo de su infancia...
FIN