Este amanecer, como cada día, ha
pasado la máquina despredegadora por la playa. Sin testigos, ha recogido conchas
de especies extintas, piedras planas con forma de pie, de hipopótamo, de pistola
y de argumentos viriles. Ha destrozado las gafas que perdió ayer una niña
holandesa, ha removido 35 euros en monedas, ha roto en varios trozos la
estatuilla fenicia que un comerciante ofreció a Melkart desde su nave, ha
doblado tres palas y nueve rastrillos de plástico y ha pasado sobre un marrajo
medio seco que ha quedado con la boca abierta y mirando cómo se alejaba la máquina.
La arena ha quedado limpia y recién peinada, como una niña antigua a la que
llevaran a misa. Pura y vacía.