viernes, 27 de septiembre de 2013

La barca del Lele

 
A Ocelín le regaló su padre una barquita hinchable. Se la trajo de Guinea junto con dos conceptos más: en Guinea había negros que vivían en chozas y cangrejos enormes que vivían en los árboles. Lo de las chozas y los cangrejos no le pareció tan importante como su utópica idea de que todos los negritos de Guinea navegarían en barquita hinchable.

Pero la suya, su barquita, duró menos que una lasquita de jamón en el mostrador de Vicente el bizco.



La familia al completo llegó a la playa de la casería y mientras su madre desplegaba su parafernalia de talegas, lona en el suelo y demás aparataje playero, el hermano mayor de Ocelín hinchó la barquita, la colocó sobre dos dedos de agua de la orilla y se sentó encima dejándose caer. Las puntiagudas piedrecitas hicieron el resto. A Ocelín le encantaba observar las hileras de burbujitas de La Casera blanca, pero en esa ocasión no le divirtió tanto verlas fluyendo de su barquita nueva.


Aquel nefasto suceso le creó y alimentó otra pasión: adoró y siguió la vida y obra de otra hermosa barquita, ésta de verdad, la barca del Lele. Ocelín conoció sus tres vidas –así interpretaba él los repentinos cambios de color y de dueño de aquella barca-.


 
La primera vez que la vio era blanca y roja, poco después fue pintada de verde. El Lele terminó por cubrirla de blanco y azul a base de hipnóticos movimientos de muñeca. A la pulsera de oro del Lele, holgona y protagonista, se le antojó hacer de péndulo hipnotizante colgada de aquella mano renegría mientras pintaba, y Ocelín quedó hipnotizado.

Había seguido todo el proceso previo como quien asiste a un espectáculo de magia. Ayudó –o eso creyó él, canijo y con dos cuartas y media de estatura-  a sacar la barca del agua y volcarla sobre cuatro cajones de madera junto con otros seis o siete pescadores. Respiró los humos de la pintura vieja al quemarse bajo el soplete, conoció los secretos del calafateado, aprendió a trenzar torundas de cáñamo para que el Lele las fuera metiendo entre las tablas a base de mazo y cincel... y entendió por fin el origen de aquel aroma que flotaba sobre el poblado de lata cuando el Lele terminó de calafatear con brea caliente.


Hay quien dice que todos tenemos una banda sonora de nuestra infancia, Ocelín tenía una banda aromática. Sus días veraniegos tenían guión de aromas: a café con migote nada más levantarse, a jabón lagarto en el lavadero de la cocina, al Varón Dandy de su padre mientras se peinaba a lo marcelino ante el espejo, a sardinas arenques y aceitunas cuando pasaba junto a la tienda de Vicente el bizco, al dulzor de higueras silvestres y tunas de camino a la casería, al agua fresca y limo verde junto a la alberca de la huerta del Momo, a mojones resecos entre tomatitos del diablo y ricinos en el descampado, a hojas de eucalipto crujientes bajo sus pies, a sapina secándose al sol al llegar a la playa, y a brea y pescado podrido en todo el poblado.  
Otros días solía juntarse con el Congui y el Mori para aquellas excursiones, aunque algunas veces, sin preguntarle su opinión, se les sumaba su hermana Afri –Cafri para los amigos- . Ocelín aprendió a ignorar las escapadas de su hermana con el Congui y el Mori a los huecos escondidos entre juncos junto a la fábrica de San Carlos, a él lo que le gustaba era bañarse. Afri nadaba muy bien y competía con el Congui y el Mori de barca en barca. Ocelín aprendió así, todo sea por no quedarse atrás.




Al Lele le fastidiaba que su barca sirviera de trampolín a aquellos cafres y la fondeaba casi en el caño, la más lejana a la orilla.  Los montañeros dicen que escalan montañas porque están ahí. Los cuatro cafres pensarían lo mismo: tenían que saltar desde la barca del Lele porque estaba allí, la más lejana. La primera en llegar fue Afri, luego llegaron el Congui y el Mori casi al mismo tiempo, en un esprint de espuma. Ocelín, el último como siempre, se esforzaba por llegar pero no llegaba. Tanto juego y tanto salto le habían cansado más de la cuenta. Afri le animaba: “¡Venga canijo, nada, nada…!”. Pero Ocelín comenzó a dudar. El azul y blanco de la barca se le empezó a enturbiar mientras conseguía dar la mitad de brazadas que intentaba. El Congui y el Mori comenzaron a gritarle también, pero Ocelín no daba más de sí. Ya no avanzaba. Sus brazadas se convirtieron en manotazos torpes y cansados… cada vez más lentos… cada vez más en el agua y menos en el aire… y no pudo más…  aún daba brazadas a cámara lenta cuando su pecho tocó el fango del fondo.



Bueno se puso el Lele cuando llegó esa tarde a su barca. Sólo sabía que la había dejado impecable y que se la encontró con fango hasta en el cabo del rezón. Nunca supo de las lágrimas del Congui, ni de los gritos del Mori, ni de las maniobras de Afri para sacar el agua de los pulmones de su hermano, ni del despertar a base de tos y llanto salado de un Ocelín que ya nunca más fue el mismo niño de antes.



 

Ocelín recuerda a veces, ya anciano, que cierto día estuvo a punto de ahogarse. A Afri no le gusta hablar de aquella historia, ni siquiera con él, sobre todo porque ella cree en los monstruos del fango. Y quién sabe… ¿Quién dice que no fue un monstruo de fango quien suplantó a Ocelín en aquel fondo cálido y oscuro para salir de su mundo? Ocelín se ríe de las pamplinas de su hermana, pero cada día busca cualquier motivo para llorar, para que las lágrimas en sus labios le envuelvan en una especia de nostalgia oscura y salada... como si marisqueara reptando por el fango entre lo más profundo de su infancia...   









 FIN




17 comentarios:

Unknown dijo...

Bueno, me has hecho pasear por mi enfancia, entre olores, colores, sabores y experiencias infantiles.
Maravilloso relato, cuentas con una exquisitez los sentiemientos y las experiencias de la infancia, de las cuales me siento protagonista en parte, ya que en esa zona pasé gran parte de mi niñez y aún guardo en un saquito perfumado de caracolas, los mejores momentos de mi infancia.
Gracias por hacerme niña de nuevo.

josé lopez romero dijo...

Quedé prendido a esta historia desde la primera palabra, doy gracias a esta mañana de bloguear como hacía un rato largo no hacía. Te dejo un gracias del marinero que fui.

María Dolores dijo...

Yo he vuelto al patio de mi casa. A cuando compartíamos algo más que apellidos. Po no que me has hecho llorar.

Una verdadera preciosidad, porque nada mejor que las vivencias auténticas, aunque tengan su poquito de literatura.

Un beso, esccitor.

Alinando (Antonio Díaz) dijo...

Luz, a veces creamos nuestros propios recuerdos, y yo he creado uno en el que yo jugaba y nadaba en la casería mientras tú (mucho más pequeña, soy más viejo que tú) jugabas en la orilla con los tuyos. Gracias por tu comentario, me ha encantado.

Alinando (Antonio Díaz) dijo...

José, tus palabras son muy importantes para mí. Es un placer comprobar la reacción al otro lado del relato, desde el punto de vista marinero. Un placer. Muchas gracias, un abrazo.

Alinando (Antonio Díaz) dijo...

Loli, tu cada uno tiene su patio interior, su playita, su descampado... ese donde acudimos en momentos de nostalgia. Qué bueno que hayas llegado montada en la barca del Lele. Muchas gracias por tus palabras.

P.D. Lo del "esccitor"... vendrá quizás por lo de "esccitante"? jajaja

Un beso

La Griega deAndaluCái dijo...

Tan solo un verano disfrute de este lugar,pues mis padres nos solían llevar a Santibañez.
Tu relato tan real y la ayudita de estas preciosas fotos, me han devuelto a aquel verano del año 72 y me ha venido al pensamiento una pregunta...¿dónde estabas tu aquel verano? Sería que tal vez jugásemos a ser piratas?

Preciosas fotos con unos enfoques muy especiales.

genialsiempre dijo...

Desde mi perspectiva de trabajador de la Fabrica San Carlos, siempre me intrigó el paraje y, a veces, me iba solo dando una vuelta por allí para reflexionar y pensar en soledad.
Ahora al leer tu texto, mis recuerdos se amontonan...quizás conocí al Lele.

Alinando (Antonio Díaz) dijo...

Asun, José María, muchas gracias, no sabéis cuánto disfruto sabiendo que mis lugares importantes son comunes con los de la gente que aprecio.

Asun, el verano del 72 comencé mis pinitos de púber playero en las arenas de Cortadura. Con 14 años ya era más gorrión que pirata.

José María, no sé si has estado por allí últimamente, seguro que se te caerían dos lagrimones.

Abrazos

Erna Ehlert dijo...

Me ha encantado tu historia de los recuerdos.

Un abrazo

Erna Ehlert dijo...

Ah, Y los fotos también. Desde luego.

Añoro la costa de Cádiz.

Alinando (Antonio Díaz) dijo...

Hola Elner! No dejas de sorprenderme con tu fidelidad a este modesto blog. Es un verdadero placer recibir el halago de una artista como tú. Muchas gracias.

Otro abrazo.

Anónimo dijo...

El relatito no deja de oler a mar y a algas. Se moja los piés en la arena y se balancea al son de la barquita. ¡Qué bonito!!,¡qué bonito!!.

tortolero dijo...

Muy emotivo relato si señor!!! Y más cuando uno pasa mucho tiempo porese rinconcito isleño. Lo lee uno y le vienen aromas de poniente con andares de Cadiz...!que bonito picha y con que arte expresas tus recuerdos de la infancia!!! Te has jartaooo de llenar de fango las bordas de esos barcos!!jijiji un abrazooo

Tortolero dijo...

Emotivo relato si señor! Y mas cuando se trata de mi rincón favorito de mi Isla de León. Lo lee uno y le vienen aromas de poniente con andares de Cádiz. Como expresas tus vivencias de la infancia.... !!anda que no habras ensuciado tu las bordas de aquellos barcos con fango!!!! que arte tienes. Un fuerte abrazo

Alinando (Antonio Díaz) dijo...

¡Vaya! ¡Qué alegría me da verte por aquí amigo Torto! Sí, en mi infancia disfruté mucho de ese rincón, no me extraña que sea vuestro punto de encuentro actual. Y muchas gracias por tus palabras, se ve que te ha gustado, tanto como para haberlo hayas repetido
;-).

Un fuerte abrazo.

Erna Ehlert dijo...

Alinando,

respeto a nuestros "dibujos" he puesto una entrada en mi blog para ti.

Mira la y di me tu opinión


Un abrazo